[Siempre hay sueños y proyectos futuros, y metas idílicas... y momentos memorables que recordamos con nostalgia. Con todo, lo único que existe verdaderamente es el presente. Ya lo dijo Sor Teresa de Calcuta -El mejor momento es ahora; el mejor día, hoy-.
En el afán de conservar en la retina el Carpe Diem, adjunto dos relatos... con el fin único de que tú y yo jamás olvidemos disfrutar cada momento, cada persona, cada ser, cada textura, cada olor, cada sonido... cada caricia, cada abrazo.]
Relato 1: La letra olvidada, de Christián Warnken, publicada el 29 de octubre de 2009.
Una profesora hizo la clase más hermosa de toda su vida, en el día del paro, en la sala gris del colegio subvencionado, y no tenía por qué. Pero salió feliz de la escuela, silbando una canción cuya letra había olvidado.
El candidato a la Presidencia dejó de hablar por 24 horas, no hizo promesas, y acumuló silencio hasta llenar su mirada de verdad, y perdió tantos votos ese día, que su estratega comunicacional montó en cólera.
El sacerdote se paró en el púlpito y comenzó a confesar toda su honda duda que lo quemaba por dentro y habló de ella como quien habla de lo más sagrado y dejó de predicar en ese tono lastimero y monótono que hacía tan banales las misas de todos los santos días.
El periodista rompió la crónica abyecta que había redactado hace unos minutos y que le significaría unas palmaditas en el hombro de felicitación del editor de turno, y de sus manos salieron titulares inesperados, esperanzadores, noticias que siempre serán noticia. Y ese día el diario se vendió menos, pero el canillita voceó esos titulares como nunca lo había hecho, con una sonrisa que iluminó a los automovilistas iracundos atrapados en el taco.
En el otro extremo de la ciudad, una muchacha miró la soga con la que se iba a colgar de la viga más alta de su casa esa tarde, la extendió y salió a jugar a saltar la cuerda con sus vecinas menores que ella en la plaza. Y recordó la niña que había sido.
Los protagonistas del reality abandonaron su lugar de reclusión y decidieron no ser la carne de cañón del circo de todas las noches, los cómplices del plan de anestesia general de la población. Y dijeron: “La realidad está en otra parte”, y la pantalla quedó vacía unos minutos, y el rating bajó y subió vertiginosamente, mientras un locutor de continuidad trataba de explicar lo inexplicable. Alguien apagó por primera vez el televisor después de muchos años, abrió las ventanas y el cielo de la ciudad se derramó en su pieza, y recordó que las estrellas tenían nombre y experimentó un vértigo que la hizo sentir viva.
El alemán dueño del fundo no disparó contra el joven mapuche, y el joven mapuche no disparó contra el dueño del fundo, y ambos se miraron las caras en un segundo que parecía eterno, y olía a tierra, a sur, y se oyó el silbato de un tren, y se cruzaron de lado a lado unas palabras en mapudungún y alemán, que sonaron como una lengua común bajo la misma lluvia. Y un funcionario público dejó sobre la mesa la factura falsa sin terminar, sintió vergüenza y se asomó a la ventana y vio a un niño que caminaba peinado a la gomina, con su delantal recién planchado, en dirección al colegio a aprender algo nuevo. Y entonces recordó los viejos sueños, que se le habían gastado, y que se levantaron ante él apuntándolo con el dedo. Y quiso salir a la calle con una bandera a esperar que saliera el arco iris, pero sólo pudo ser militante de su propia noche, la noche oscura que espera al hombre que no se miente a sí mismo.
El dueño de la inmobiliaria, entretanto, el día que había coimeado al jefe de obras del municipio, miró su BlackBerry, y no encontró ningún mensaje y se sintió vacío, asqueado. Y no quiso ir al gimnasio a calmar esa angustia insoportable a la altura del pecho, y no llamó a su amante, ni colocó bajo su lengua la pastilla que le anestesiaba el hastío, y bajó desde el ascensor del edificio inteligente y, en vez de subirse a su cuatro por cuatro, se puso a caminar por las calles de la ciudad como no lo había hecho en años.
Y vagó sin rumbo cierto, y se cruzó con muchas caras anónimas (la de un escolar, una profesora, un joven mapuche, un funcionario, una adolescente saltando la cuerda), de las que ya no lo separaban sus vidrios polarizados; escuchó a un canillita vocear un titular increíble, y se sentó en un banco de una plaza pública y silbó una canción pasada de moda, de la que no pudo recordar la letra.
Relato 2: Hoy recuerdo la tarde en que compré mi alma al diablo (era jueves e internet se había caído), de Mauricio Figueroa, publicada el 27 de noviembre de 2009.
Era jueves, e internet se había caído. Ese día, súbitamente, Manuel se acordó de que su madre estaba allí todos los días, detracito suyo, como una niña que espera que se fijen en ella, y se dio vuelta, y la vio viejita, y la abrazó tan largo, intentando recuperar los años que se le habían ido de largo husmeando interesantes blogs y fotologs. Fernando, sorprendido por el mensaje que muy de mañana, a la hora del café, le entregó su navegador ("¡Vaya! Parece que este enlace está roto. Compruebe su conexión a internet."), se dio cuenta de que llovía, y salió como cuando niño a respirar y bucear un rato las gotas, a llenar de ondas las pozas, a cantar con la rana de cemento. Paula, ante el fascinante vacío de su bandeja de entrada, se acordó de repente de la dicha plena que sentía, de niña, cuando corría por su ciudad aguantando la respiración hasta ver que alguien la miraba a los ojos, y propinarle de pecho, directo al corazón, el mejor "gracias por ser" que tenía para dar (en este momento se abre una puerta real... [ese día Paula salió otra vez, y se encontró en su carrera con Violeta, que andaba en lo mismo, sin internet, felicitando al ser por ser] ...y otra puerta metafórica, muy adentro, también se abre). Ulises, abducido del océano digital que navegaba día tras día, sufrió el elegante impacto del horizonte en la mirada, y recordó cómo esa idea le recordaba a su vez a Dios que no es ni cielo ni mar, sino algo entremedio, como la sal que queda cuando el agua y el todo se evaporan.
Ese día yo también recordé. Recordé que tenía alma. Me acordé de que esa alma me constituía y me hacía uno con los demás hombres y mujeres con alma. Me acordé de que el alma no es pantalla ni imagen, sino esencia material. Me acordé de que el alma a veces tiene una sed que ningún mensaje de texto (ningún correo) puede satisfacer, sino solamente un dedo tocando otro dedo, un pecho respirando junto a otro pecho, la sensación de tener una oreja fría pegada a la oreja, en el abrazo sincero del amigo, o el hombro que toca mi hombro, cuando escucho sentado, sin escuchar, palabras sobre palabras.
"¡Ven diablo! Arrímate más pa' cá. Queda espacio.", le dije. "¡Hoy, internet se cayó, y ya no tienes poder (¡Conjuro, oh, conjuro, te pronuncio tres veces! ), ya no tienes poder, ya no tienes poder sobre mí! Te compro mi alma, que barata te la había vendido. Me visto de mí y me muestro tal cual soy, de carne y hueso, humano y frágil. Te cambio estos millones de pixeles infartantes por mi única alma; dejo todos estos megabites por el verdadero yo, el único que tengo. Es jueves, e internet se ha caído." || Cierro los ojos, despejo el corazón y corto la cuerda...
Como si me hubieran sacado sábanas y frazadas de encima en una noche de fiebre, recordé también que me gusta el sol, que no me gusta el talco, que me gusta el olor a humo, que prefiero las manzanas verdes (y antes, de niño, "como una fruta que madura para atrás", las rojas de Afrodita), recordé que hoy, jueves, salía con mi hermano por las calles de mi ciudad a nada más que andar por las calles de la ciudad. Tomé la guitarra y desafiné algunas notas sin vergüenza. Recordé el tiempo, muchos años atrás, en que todos los cuerpos eran iguales, porque el cuerpo cuerpo es y el cuerpo es una fiesta. Recordé que la gente es nada más que gente y que los viejos siguen saludándose siempre (vie-jos-li-bros-vie-jos-con-su-o-lor-y-su-mis-te-rio), tal vez porque nunca alcanzaron a venderle el alma al diablo. Recordé que un cerezo cambió mi mañana, y me acordé de ti, tal vez el recuerdo más importante que tengo.
¡Vete, diablo, vete! ¡El encuentro es lo que importa!
En el afán de conservar en la retina el Carpe Diem, adjunto dos relatos... con el fin único de que tú y yo jamás olvidemos disfrutar cada momento, cada persona, cada ser, cada textura, cada olor, cada sonido... cada caricia, cada abrazo.]
Relato 1: La letra olvidada, de Christián Warnken, publicada el 29 de octubre de 2009.
Una profesora hizo la clase más hermosa de toda su vida, en el día del paro, en la sala gris del colegio subvencionado, y no tenía por qué. Pero salió feliz de la escuela, silbando una canción cuya letra había olvidado.
El candidato a la Presidencia dejó de hablar por 24 horas, no hizo promesas, y acumuló silencio hasta llenar su mirada de verdad, y perdió tantos votos ese día, que su estratega comunicacional montó en cólera.
El sacerdote se paró en el púlpito y comenzó a confesar toda su honda duda que lo quemaba por dentro y habló de ella como quien habla de lo más sagrado y dejó de predicar en ese tono lastimero y monótono que hacía tan banales las misas de todos los santos días.
El periodista rompió la crónica abyecta que había redactado hace unos minutos y que le significaría unas palmaditas en el hombro de felicitación del editor de turno, y de sus manos salieron titulares inesperados, esperanzadores, noticias que siempre serán noticia. Y ese día el diario se vendió menos, pero el canillita voceó esos titulares como nunca lo había hecho, con una sonrisa que iluminó a los automovilistas iracundos atrapados en el taco.
En el otro extremo de la ciudad, una muchacha miró la soga con la que se iba a colgar de la viga más alta de su casa esa tarde, la extendió y salió a jugar a saltar la cuerda con sus vecinas menores que ella en la plaza. Y recordó la niña que había sido.
Los protagonistas del reality abandonaron su lugar de reclusión y decidieron no ser la carne de cañón del circo de todas las noches, los cómplices del plan de anestesia general de la población. Y dijeron: “La realidad está en otra parte”, y la pantalla quedó vacía unos minutos, y el rating bajó y subió vertiginosamente, mientras un locutor de continuidad trataba de explicar lo inexplicable. Alguien apagó por primera vez el televisor después de muchos años, abrió las ventanas y el cielo de la ciudad se derramó en su pieza, y recordó que las estrellas tenían nombre y experimentó un vértigo que la hizo sentir viva.
El alemán dueño del fundo no disparó contra el joven mapuche, y el joven mapuche no disparó contra el dueño del fundo, y ambos se miraron las caras en un segundo que parecía eterno, y olía a tierra, a sur, y se oyó el silbato de un tren, y se cruzaron de lado a lado unas palabras en mapudungún y alemán, que sonaron como una lengua común bajo la misma lluvia. Y un funcionario público dejó sobre la mesa la factura falsa sin terminar, sintió vergüenza y se asomó a la ventana y vio a un niño que caminaba peinado a la gomina, con su delantal recién planchado, en dirección al colegio a aprender algo nuevo. Y entonces recordó los viejos sueños, que se le habían gastado, y que se levantaron ante él apuntándolo con el dedo. Y quiso salir a la calle con una bandera a esperar que saliera el arco iris, pero sólo pudo ser militante de su propia noche, la noche oscura que espera al hombre que no se miente a sí mismo.
El dueño de la inmobiliaria, entretanto, el día que había coimeado al jefe de obras del municipio, miró su BlackBerry, y no encontró ningún mensaje y se sintió vacío, asqueado. Y no quiso ir al gimnasio a calmar esa angustia insoportable a la altura del pecho, y no llamó a su amante, ni colocó bajo su lengua la pastilla que le anestesiaba el hastío, y bajó desde el ascensor del edificio inteligente y, en vez de subirse a su cuatro por cuatro, se puso a caminar por las calles de la ciudad como no lo había hecho en años.
Y vagó sin rumbo cierto, y se cruzó con muchas caras anónimas (la de un escolar, una profesora, un joven mapuche, un funcionario, una adolescente saltando la cuerda), de las que ya no lo separaban sus vidrios polarizados; escuchó a un canillita vocear un titular increíble, y se sentó en un banco de una plaza pública y silbó una canción pasada de moda, de la que no pudo recordar la letra.
Relato 2: Hoy recuerdo la tarde en que compré mi alma al diablo (era jueves e internet se había caído), de Mauricio Figueroa, publicada el 27 de noviembre de 2009.
Era jueves, e internet se había caído. Ese día, súbitamente, Manuel se acordó de que su madre estaba allí todos los días, detracito suyo, como una niña que espera que se fijen en ella, y se dio vuelta, y la vio viejita, y la abrazó tan largo, intentando recuperar los años que se le habían ido de largo husmeando interesantes blogs y fotologs. Fernando, sorprendido por el mensaje que muy de mañana, a la hora del café, le entregó su navegador ("¡Vaya! Parece que este enlace está roto. Compruebe su conexión a internet."), se dio cuenta de que llovía, y salió como cuando niño a respirar y bucear un rato las gotas, a llenar de ondas las pozas, a cantar con la rana de cemento. Paula, ante el fascinante vacío de su bandeja de entrada, se acordó de repente de la dicha plena que sentía, de niña, cuando corría por su ciudad aguantando la respiración hasta ver que alguien la miraba a los ojos, y propinarle de pecho, directo al corazón, el mejor "gracias por ser" que tenía para dar (en este momento se abre una puerta real... [ese día Paula salió otra vez, y se encontró en su carrera con Violeta, que andaba en lo mismo, sin internet, felicitando al ser por ser] ...y otra puerta metafórica, muy adentro, también se abre). Ulises, abducido del océano digital que navegaba día tras día, sufrió el elegante impacto del horizonte en la mirada, y recordó cómo esa idea le recordaba a su vez a Dios que no es ni cielo ni mar, sino algo entremedio, como la sal que queda cuando el agua y el todo se evaporan.
Ese día yo también recordé. Recordé que tenía alma. Me acordé de que esa alma me constituía y me hacía uno con los demás hombres y mujeres con alma. Me acordé de que el alma no es pantalla ni imagen, sino esencia material. Me acordé de que el alma a veces tiene una sed que ningún mensaje de texto (ningún correo) puede satisfacer, sino solamente un dedo tocando otro dedo, un pecho respirando junto a otro pecho, la sensación de tener una oreja fría pegada a la oreja, en el abrazo sincero del amigo, o el hombro que toca mi hombro, cuando escucho sentado, sin escuchar, palabras sobre palabras.
"¡Ven diablo! Arrímate más pa' cá. Queda espacio.", le dije. "¡Hoy, internet se cayó, y ya no tienes poder (¡Conjuro, oh, conjuro, te pronuncio tres veces! ), ya no tienes poder, ya no tienes poder sobre mí! Te compro mi alma, que barata te la había vendido. Me visto de mí y me muestro tal cual soy, de carne y hueso, humano y frágil. Te cambio estos millones de pixeles infartantes por mi única alma; dejo todos estos megabites por el verdadero yo, el único que tengo. Es jueves, e internet se ha caído." || Cierro los ojos, despejo el corazón y corto la cuerda...
Como si me hubieran sacado sábanas y frazadas de encima en una noche de fiebre, recordé también que me gusta el sol, que no me gusta el talco, que me gusta el olor a humo, que prefiero las manzanas verdes (y antes, de niño, "como una fruta que madura para atrás", las rojas de Afrodita), recordé que hoy, jueves, salía con mi hermano por las calles de mi ciudad a nada más que andar por las calles de la ciudad. Tomé la guitarra y desafiné algunas notas sin vergüenza. Recordé el tiempo, muchos años atrás, en que todos los cuerpos eran iguales, porque el cuerpo cuerpo es y el cuerpo es una fiesta. Recordé que la gente es nada más que gente y que los viejos siguen saludándose siempre (vie-jos-li-bros-vie-jos-con-su-o-lor-y-su-mis-te-rio), tal vez porque nunca alcanzaron a venderle el alma al diablo. Recordé que un cerezo cambió mi mañana, y me acordé de ti, tal vez el recuerdo más importante que tengo.
¡Vete, diablo, vete! ¡El encuentro es lo que importa!
1 comentario:
¡Oh! No había visto esto, Carla. :) Cariños.
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