martes, 27 de abril de 2010

Rayuela

[Alguien me acercó un tesoro: Rayuela. Entonces me zambullí en Cortázar para descubrir; para descubrirle, para descubrirme... y hasta para descubrirnos.

A continuación dejo un extracto del Capítulo 90, uno de los prescindibles. Lo dejo como un tesoro; para descubrir, para descubrirle... para descubrirte.]

En esos días andaba caviloso, y la mala costumbre de rumiar largo cada cosa se le hacía cuesta arriba pero inevitable. Había estado dándole vueltas al gran asunto, y la incomodidad en que vivía lo incitaba a analizar con creciente violencia la encrucijada en que se sentía metido. En esos casos Oliveira agarraba una hoja de papel y escribía las grandes palabras por las que iba resbalando su rumia. Escribía, por ejemplo: "El gran hasunto", o "la hencrucijada". Era suficiente para pornerse a reír y cebar otro mate con más ganas. "La hunidad", hescribía Holiveira. "El hego y el hotro". Usaba las haches como otros la penicilina. Después volvía más despacio al asunto, se sentía mejor. "Lo himportante es no hinflarse", se decía Holiveira. A partir de esos momentos se sentía capaz de pensar sin que las palabras le jugaran sucio. A penas un progreso metódico porque el gran asunto seguía invulnerable. "¿Quién te iba a decir, pibe, que acabarías metafísico?", se interpelaba Oliveira. "Hay que resistirse al ropero de tres cuerpos, che, confórmate con la mesita de luz del insomnio cotidiano". Ronald había venido a proponerle que lo acompañara en unas confusas actividades políticas, y durante toda la noche habían discutido como Arjuna y el Cochero, la acción y la pasividad, las razones de arriesgar el presente por el futuro, la parte de chantaje de toda acción con un fin social, en la medida en que el riesgo corrido sirve por lo menos para paliar la mala conciencia individual, las canallerías personales de todos los días. Ronald había acabado por irse cabizbajo, sin convencer a Oliveira de que era necesario apoyar con la acción a los rebeldes argelinos. El mal gusto en la boca le había durado todo el día a Oliveira, porque había sido más fácil decirle que no a Ronald que a sí mismo. De una sola cosa estaba bastante seguro, y era que no podía renunciar sin traición a la pasiva espera a la que vivía entregado desde su venida a París. Ceder a la generosidad fácil y largarse a pegar carteles clandestinos en las calles le parecía una explicación mundana, un arreglo de cuentas con los amigos que apreciarían su coraje, más que una verdadera respuesta a las grandes preguntas. Midiendo la cosa desde lo temporal y lo absoluto, sentía que erraba en el primer caso y acertaba en el segundo. Hacía mal en lo luchar por la independencia argelina, o contra el antisemismo o el racismo. Hacía bien en negarse al fácil estupefaciente de la acción colectiva y quedarse otra vez solo frente al mate amargo, pensando en el gran asunto, dándole vueltas como un ovillo donde no se ve la punta y donde hay cuatro o cinco puntas.

Estaba bien, sí, pero además había que reconocer que su carácter era como un pie que aplastaba toda dialéctica de la acción al modo de la Bhagavad gita. Entre cebar el mate y que se lo cebara la Maga no había duda posible. Pero todo era escindible y admitía enseguida una interpretación antagónica: a carácter pasivo correspondía una máxima libertad y disponibilidad, la perezosa ausencia de principios y convicciones lo volvía más sensible a la condición axial de la vida (lo que se llama un tipo veleta), capaz de rechazar por haraganería pero a la vez llenar el hueco dejado por el rechazo con un contenido libremente escogido por una conciencia o un instinto más abiertos, más ecuménicos, por decirlo así.

"Más hecuménicos", anotó prudentemente Oliveira.

Además, ¿cuál era la verdadera moral de la acción? Una acción social como la de los sindicalistas se justificaba de sobra en el terreno histórico. Felices los que vivían y dormían en la historia. Una abnegación se justificaba casi siempre como una actitud de raíz religiosa. Felices los que amaban al prójimo como a sí mismos. En todos los casos Oliveira rechazaba esa salida del yo, esa invasión magnánima del redil ajeno, bumerang ontológico destinado a enriquecer en última instancia al que lo soltaba, a darle más humanidad, más santidad. Siempre se es santo a costa de otro, etc. No tenía nada que objetar en esa acción en sí, pero la apartaba desconfiado de su conducta personal. Sospechaba la traición apenas cediera a los carteles en las calles o a las actividades de carácter social; una traición vestida de trabajo satisfactorio, de alegrías cotidianas, de conciencia satisfecha, de deber cumplido. Conocía de sobra a algunos comunistas de Buenos Aires y de París, capacez de las peores vilezas pero rescatados de su propia opinión por "la lucha", por tener que levantarse a mitad de la cena para correr a una reunión o completar una tarea. En esas gentes la acción social se parecía demasiado a una coartada, como los hijos suelen ser la coartada de las madres para no hacer nada que valga la pena en esta vida, como la erudición con anteojeras sirve para no enterarse de que en la otra cuadra siguen guillotinando a tipos que no deberían ser guillotinados. La falsa acción era casi siempre la más espectacular, la que desencadenaba el respeto, el prestigio y las hestatuas hecuestres. Fácil de calzar como un par de zapatillas, podía incluso llegar a ser meritoria ("al fin y al cabo estaría tan bien que los argelinos se independizaran y que todos ayudáramos un poco" se decía Oliveira); la traición era de otro orden, era como siempre la renuncia al centro, la instalación en la periferia, la maravillosa alegría de la hermandad con otros hombres embarcados en la misma acción. Allí donde cierto tipo humano podía realizarse como héroe, Oliveira se sabía condenado a la peor de las comedias. Entonces valía más pecar por omisión que por comisión. Ser actor significaba renunciar a la platea, y él parecía nacido para ser espectador en la fila uno. "Lo malo", se decía Oliveira, "es que además pretendo ser un espectador activo y ahí empieza la cosa".

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